Medida por medida, afila el tiempo su cuchilla.







domingo, 30 de septiembre de 2018

Renacimiento






Primero quemó el diagnóstico, piadosas cenizas. Luego la resonancia, que al contacto con el encendedor adquirió los rasgos informes de un riñón desecado. Después bebió. Después deshojó los libros de su biblioteca que recordaba haber leído. Después bebió. Después comenzó a leer los que no conocía.

    Pasaron noches y días. El teléfono dejó de sonar. A veces abandonaba la casa, ahíta de páginas volanderas, para ir a bares, y despertaba en su cama, tumefacto. Quizá le pegaban, o pegaba. La sangre, no mucha, fluía hasta coagularse. Después bebía. Después leía.

    Una mañana, tras memorizar algunas líneas, dejó de beber.

    Consideradas las causas del mal, se dictaminó que si el enfermo quería sanar y restablecerse, debía hacer lo siguiente: primero, deshacerse de toda su indumentaria y cambiarla por otra distinta.
    Sacó todo el dinero que le quedaba. Era mucho. Compró ropa blanca. Compró ropa negra.

    En segundo lugar, debía mudarse de alojamiento.
     No se molestó en recoger nada. Metió la ropa nueva en una bolsa, salió y cerró con llave. Después, mientras caminaba junto al río, tiró las llaves a la corriente. Subió a un tren; tuvo un sueño sosegado en un vagón vacío.

     Luego tenía que cambiar de oficio.
     No recordaba bien si tenía oficio. Vagabundeó.

     Por último, cambiar también de nombre.
    ¿Qué era un nombre? Alguien lo contemplaba desde un espejo.

    Cumplidas estas instrucciones al pie de la letra, acompañándolas del ritual correspondiente, la misteriosa enfermedad desaparecía al cabo de pocos días.
    Ritual. Fue a la biblioteca pública, buscó en un diccionario. Ritual. Sin saber muy bien por qué, compró una navaja. Recorriendo el parque a medianoche, vio a un viejo tirado sobre un banco, cubierto con cartones, periódicos, cacas de ardilla. Olía a vino. Se le ocurrió clavarle la navaja. Pero no lo hizo. La clavó en un arce. Arce. Se acercó al hombre y apretó su cuello con firmeza hasta que dejó de respirar. Se le daba bien, ni siquiera llegó a gemir. Continuó el paseo. Después bebió.

     Cuando despertó, se sentía lleno de vitalidad. Tenía hambre.
   Decidió comer en un restaurante fluvial. Fluvial. Tendría que mirar en el diccionario, tantas palabras desconocidas fluyendo. Mientras comía aquel pescado baboso, algo duro le rompió un diente. Una llave. La contempló, y por primera vez en mucho tiempo, sintió miedo. Estrangulamiento; oficio; tantas palabras fluviales. Una gota de sangre manchó su camisa blanca. Aquella desazón creció al entrever rasgos familiares en su vaso. Empañó con vaho el cristal. Los rasgos murieron.

     Enterró la llave bajo un castaño. Castaño.
     Después bebió. Poco. Olía a nenúfares. Nenúfares.
     Ya no le pegaban. Quizá pegaba.

   Ninguna sombra circundaba ahora sus pasos, ni siquiera los entorpecía cuando el sol del atardecer, oblicuo, le acariciaba la espalda, la camisa alba, la tranquila nuca bien regada por su tranquilo corazón.




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